miércoles, 17 de marzo de 2010

Muerte en la ciudad

Somos rápidos para juzgar, juzgamos con la misma celeridad una muerte, un programa de televisión o la economía. No importa a quién se pase por arriba, así se arrase con los sentimientos y la vida del más débil, todo es materia opinable.
Un pibe se muere. Nadie sabe bien cómo ni porqué, y hasta hace dos minutos nadie tenía noticias de quién era, pero dos minutos más tarde en el almacén ya todos nos doctoramos en psiquiatría y podemos opinar de cómo pegan las drogas en los jóvenes y porqué los padres no tenían una relación tan estrecha con este pobre tipo.
En la televisión la carnicería es peor, sé que ya tendría que estar acostumbrada a todo esto, pero si hay algo que gracias al cielo no pierdo es la capacidad de asombro, y en este caso es mucha. No puedo creer cómo destripan la vida de alguien en cámara con especialistas de toda índole, hablando de vida licenciosa, de amigos poco confiables y de padres abandónicos. Sé que eso es lo que vende en la tele, pero qué cosa morbosa nos hace seguir el juego, seguir mirando embobados la pseudoradiografía de una vida y luego seguir en el laburo, en la fila del super o en el banco.
Voy sentada en el bondi escuchando estas conversaciones, y mientras trato de inútilmente de abstraerme pienso en el chico, viviendo su vida, tranquilamente, siendo igual y diferente a todos, como todos somos de iguales y diferentes. El dolor de una vida que se va queda empañado por toda este circo caníbal en que nos vemos encantados de estar. Me pregunto que oscuros secretos se develarían o se inventarían si la tragedia me pasara a mí, o al vecino de al lado, al colectivero, o a cualquiera...